La Constitución Apostólica sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium) declara que Cristo el Señor, para apacentar al Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están al servicio de sus hermanos (LG 18). De este modo, los Obispos vienen ejerciendo su ministerio en la Iglesia, desde los primeros tiempos, presidiendo en nombre de Dios la grey de la que son pastores. Los Obispos, enseña el Concilio, han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia; de modo que, quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quién le envió (LG 20). En la persona de los Obispos, asistidos por los presbíteros, está presente en medio de los fieles el Señor Jesús.
Cada Diócesis es una porción del pueblo de Dios encomendada al Obispo quien, unida a él y congregada por él en el Espíritu Santo, mediante el Evangelio y la Eucaristía, es una verdadera Iglesia particular en la que está presente, verdaderamente, la Iglesia fundada por el Señor: una, santa, católica y apostólica. De este modo, los fieles que viven en un mismo territorio están unidos entre sí por los vínculos con la Diócesis, miembros de un mismo rebaño y bajo los cuidados de un mismo pastor.
A través del Obispo, el pueblo de Dios se une a la Iglesia de Cristo y, por ella, a su Señor. El Obispo ha recibido el encargo del Señor de mostrarse solícito con todos los fieles que se le han confiado, incluso con aquellos que se han apartado de la fe o de la práctica de la religión, debiendo ser testigo del amor de Cristo, también, entre los no bautizados. Los presbíteros son sus principales colaboradores y han de tener presente que ejercen su ministerio sacerdotal siempre en colaboración con su Obispo. También los diáconos, partícipes con el Obispo del Sacramento del Orden, en un grado distinto, han sido constituidos colaboradores del orden episcopal. Este ha de mostrar una peculiar solicitud para con ellos. Ha de ser el principal promotor de las vocaciones a los diversos ministerios y a la vida consagrada. Es el primer maestro de la fe en la Diócesis, enseñando y explicando a los fieles los contenidos de la fe. Precisamente, el primer templo de la Diócesis toma su nombre de esta función, pues es el lugar donde se encuentra la cátedra desde la que primeramente ejerce su función de enseñar: la Iglesia Catedral. Los fieles todos —sacerdotes, religiosos y seglares— hemos de estar ávidos por escuchar su palabra y por acoger con docilidad sus enseñanzas. El Obispo ha de ir por delante en el ejemplo de caridad y solicitud por los más necesitados de la sociedad. Para todos, es el vínculo de unidad que nos hace uno en Cristo Jesús. Unidos al Obispo, que está en comunión con el Papa, los fieles permanecen unidos al Señor y hacen brillar la nota de la unidad de la Iglesia que profesa el Credo.
El Obispo ha de promover con todas sus fuerzas la santidad de sus fieles, cuidando de que estos crezcan en la gracia por la celebración de los sacramentos, siendo, así, imagen viva de Cristo el Señor. Los fieles, a su vez, han de sostener, con su cariño y su oración, al pastor que la Iglesia les ha entregado.
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